Hace mucho que sostengo que el deseo adolescente expresado reiteradamente en los máximos ataques de efusividad amistosa de mis tiempos "nunca cambies" es bastante equivalente a una mentada de madre. Se me ocurren pocas cosas más terribles que quedarse atrapado en los catorce con ideas, sueños, valores y sentimientos de los catorce. Creo que es maravilloso que nuestros gustos y criterios estéticos también evolucionen. Afortunadamente, ya superé mi época de Niel Diamond, los Back Street Boys (así, sin ninguna sigla o abreviatura) y la de los éxitos del Rock'n'Roll. Afortunadamente, el color dorado es el menos gastado de mi caja de colores. La primera parte se explica sola, quiero profundizar en la segunda.
Es un hecho sabido por todo el que me conozca que las artes plásticas no son lo mío pero hubo un periodo en mi vida en que no lo tenía tan claro. Un periodo en el que la mayor felicidad era sentarme con mi cuaderno scribe de dibujo (de ésos que tienen una hoja de cartulina y una de papel de china) y la caja de 48 prismacolor de mi mamá y dibujar princesas. Así es, dibujaba princesas con cinturita de avispa y enormes y redondas faldas siempre con las manos atrás (al menos de esa limitación sí era consciente) y en medio de lo que, desde mi estética infantil, eran lujosos salones de baile. Sería fácil creer que el color más usado en mis dibujos era el rosa pero no, casi todo era plateado o dorado por lo que gasté los lapices de esos dos colores.
Hoy descubro con emoción que, además de haber llegado a aceptar mi nula capacidad para las artes plásticas he llegado a revalorar mi uso de los colores y, orgullosamente, el lápiz dorado está justo como nuevo.