Hice sexto de primaria en un internado en Escocia. Como ya llevaba tres años estudiando piano -sin claros avances, he de reconocer- mis papás decidieron que era una buena idea que siguiera estudiando piano allá.
Evidentemente, la educación artística y musical era en Escocia un asunto mucho más serio que en México. Tomar clases de cualquier instrumento significaba dos horas de clase a la semana y una o dos horas de práctica diarias. Las clases eran durante la mañana y cada semana se asignaba un horario distinto porque para ir a clase de piano había que faltar a alguna clase ordinaria. Y las prácticas eran en la tarde y representaban la única razón para poder ausentarse del study hall durante las horas asignadas a hacer la tarea.
Mi maestra se llamaba Miss Wormald. Era un vivo ejemplo de todo lo que fue cursi a finales de los ochenta. Era un catálogo ambulante de Laura Ashley (circa 1987): vestidos con enormes y saturados estampados florales, grandes hombreras, manguitas abombadas y grandes lazos por atrás; medias blancas, zapatillas de color pastel. Pelo rubio con permanente esponjado y una diadema, también de flores que hacía juego con el vestido. Largas uñas largas (lo que la obligaba a tocar el piano con los dedos extendidos) y demasiado blush, demasiado rosa, demasiado pastel. No sé si sea deformación de mi imaginación pero la recuerdo llegando a clase con una canasta en lugar de bolsa de mano.
Recuerdo con mucha claridad su gesto duro, su perfume demasiado floral que era tan intenso que me mareaba (y eso que Dios me bendijo con un pésimo sentido del olfato). Pero recuerdo sobre todo la brusquedad con que me corregía, su trato que hoy no puedo tachar más que de racista y que con ella aprendí, por la mala, que decir Oh, God! en inglés no es de buen gusto ni de señoritas decentes.
Las clases se convirtieron muy pronto en una absoluta tortura y la hora obligada de piano practice en un enorme aburrimiento. Al grado que, al cabo de unos meses, desarrollé la técnica necesaria para esconder la novela que estaba leyendo atrás de las partituras y la capacidad de leer sin dejar de poner atención a los pasos de las profesoras que pasaban a verificar que estuviéramos donde teníamos que estar, haciendo lo que teníamos que hacer. En cuanto oía pasos acercándose, ponía la partitura sobre el libro y volvía a mis ejercicios. Nunca descubrieron que usaba casi toda la hora para leer y la chava que practicaba clarinete en el cubículo siguiente -y, afortunadamente, era bastante buena- estaba muy agradecida de no tener que tocar conmigo al piano de acompañamiento.
Cuando volví de Escocia me rehusé a volver a piano y en algún momento de inexplicable no se qué, entré a clases de ballet, pero ésa es otra historia.
3 comentarios:
Mmm... yo quisiera tocar el piano. Pero tal vez de niño lo habría odiado como tú. Felicidades por tu blog, se ve muy bueno. Voy a seguir leyendo.
Saludos.
Lo de la canasta yo creo que es cosecha de tu imaginación, pero de las uñas, el maquillaje, y sobre todo el perfume, sí que doy fe!
Jaja, me la he pasado bien leyendo tus (o sea, nuestros) recuerdos. De verdad eramos nosotros? Las señoritas que tocan el piano y bailan ballet me parecen lo más distante a nosotros que puede exisitir! jeje, menos mal que, despues de todo, no salimos tan damitas...
Por eso se advierto que puede ser resultado de mi imaginación. ¿Pero no te la imaginas perfectamente llegando con su canasta y poniéndola encima del piano?
Y sí, definitivamente es como de otra vida y sobre todo me encanta cómo salimos. ¿Tú qué hacías en tu hora de práctica diaria?
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