jueves, 24 de diciembre de 2009

una capilar

Como muchos de ustedes saben, mis chinos no son algo que me haya acompañado toda mi vida. Son más bien un resultado de mi pubertad. A los doce años tenía el pelo largo y ligeramente ondulado. Me lo cortaron chiquitito y ¡sorpresa! resultó que tenía chinos.

Durante un año los dejé crecer sin ponerles demasiada atención, mi pelo cortito empezó a crecer hasta convertirse en un auténtico afro (estoy hablando de 1990, año en el que absolutamente nadie usaba afros). Mi terrible despeine era un asunto que generaba reacciones violentas, todo mundo quería peinarme, llevarme a la peluquería y yo lo máximo que hice fue comprarme una diadema que combinara con mi uniforme y usarla todo el tiempo.

En parte se debío a una reacción a todos los años que llevaba impecablemente peinada, sin un pelo fuera de lugar y los ojos razgados por lo restirado del peinado. La otra explicación es que los chinos eran una realidad a la que nunca me había enfrentado y, realmente, no sabía cómo manejarlos.

En ese año saqué muchas fotos pero no las mandaba a revelar y hoy creo que el espejo de mi cuarto no debía funcionar adecuadamente porque no fue hasta que vi las fotos reveladas que me di cuenta de que parecía que me había escapado de la jaula de los leones. Cuando abrí los ojos y me vi bien, decidí empezar a asumir que mi pelo ya nunca sería el que había sido y que necesitaba un tratamiento diferente. Mis primas mayores me condujeron al mouse. A partir de entonces mi pelo estuvo sometido a las grandes cantidades de mouse necesarias para no tener ni un poco de frizz. Incluso restando las épocas en que mi pelo ha medido menos de dos centímetros llevo mucho más de media vida con mis chinos (que hoy me encantan, no los cambiaría por nada) profundamente reprimidos por diversos productos para evitar el esponjamiento.

Como conté la semana pasada, tengo un nuevo corte de pelo y este corte supone traer el pelo esponjado. Aceptarlo ha supuesto replantear algunas de mis creencias más arraigadas. Salirme de bañar y no llenarme el pelo de cosas resulta ser un esfuerzo enorme todos los días. Vivo obsesionada con volver a parecer leona de circo o peor aun con portar el bonito (y siempre criticado) look conocido como chinos cepillados. Cada vez que paso frente a un espejo me reacomodo los chinos y llevo una crema para peinar en la bolsa todo el tiempo.

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