(úsese como sonido de fondo para leer esta entrada)
¿Saben que tomé clases de piano durante cuatro años?
Los tres primeros fueron con una viejita, y no exagero,
tenía cerca de 90, que vivía muy cerca de mi casa, con
su hermana mayor, que ya tenía 90, y que daba clases
de inglés en un departamentito en la casa de su sobrina.
Mi única experiencia de clases de piano fuera de ésas y
las que tomé en el internado, es literaria y, para más
datos, de narrativa sudamericana. Y hoy, veinte años
después, no puedo evitar descubrir que mi experiencia
se parece mucho a las leídas, todas de las primeras
décadas del siglo XX: Dos señoritas mayores que daban
clases particulares a niñas y jóvenes en su casa, una casa
llena muebles cuya única función era dejar lugar para
muñequitos de porcelana en carpetas de ganchillo,
muchos muñequitos de porcelana y muchas carpetas
de ganchillo.
La hermana menor acariciaba con esoñación las teclas
de su mejor piano pensando en la gloria que podría
haber alcanzado como pianista de concierto si su
papacito no le hubiera dicho que ésa no era ocupación
adecuada para una señorita decente. La hermana mayor
recordaba con cada lección, con cada palabra difícil,
al güero con el que realmente había aprendido a hablar
inglés. Ése que se fue pero que prometió volver y que
ella, más de setenta años después, seguía esperando.
Llegábamos mi hermana y yo a clases como a las seis
de la tarde, entrábamos a la casa, atravesábamos un
enorme patio -seguramente no era más grande que
una cochera para tres o cuatro coches- y subíamos
una larguísima escalera hasta el departamento que
estaba en un tercer piso. La hermana mayor nos
abría la puerta, pues resulta más fácil levantarse a
medio dar una clase de inglés que una clase de piano.
Nos sentábamos en una gran mesa a repasar en silencio.
Cada clase empezaba en esa misma habitación con una
serie de preguntas de teoría de la música que tenía que
haber memorizado. La primera pregunta era,
invariablemente:
-¿Qué es la música?
-La música es el arte de los sonidos
Después, pasábamos al piano de estudio a la clase de
solfeo con un libro de nombre maravilloso: El solfeo
de los solfeos. Con el metrónomo de fondo solfeaba
bajo la dura mirada de la Señorita Refugio:
-Sol, fa, re, fa, mi, re, sol
Y entonces llegaba la hora de la verdad, la hora de
sentarse en el piano de la sala, el piano bueno, el
de concierto. Primero tocaban ejercicios del Czerny
y el Schmidt. Y después, los avances de las piezas
que estaba poniendo para el recital. Hasta el día de
hoy es lo único que puedo tocar completo: una
Mazurka y una pieza que se llama La música de las
hadas.
Las clases de piano eran largas, aburridas, en el
departamento hacía mucho frío y olía a viejita
encerrada. Además, como ya he dicho otras veces,
la música no es lo mío. La señorita Refugio era muy
dura y exigente. Recuerdo con auténtico dolor la
posición en el banco, los brazos, los codos, los dedos.
Mis únicos consuelos eran que yo resulté un poco
menos mala que mi hermana y que mis manos
-que siempre me han gustado- se veían muy bonitas
tocado el piano.
-queda pendiente hablar de mis historias del último año de
clase de piano de Miss Wormald, otro estereotipo pero de
solterona británica cursi y amargada y que hasta el día de
hoy sigue siendo un referente en mi cerebro cuando
se habla de la moda de los ochentas-
3 comentarios:
Magnifico, completamente felisbertiano.
Esperamos la segunda parte
Jeje, y te acuerdas yo qué tocaba?
Lo único que sé es que al cabo de unos años, ni los changuitos. A la fecha, ni la puerta.
Y hablando de aburrimeintos, te falta contar de las clases de mecanografía...
no sé si sea prudente, segurito que todos mis lectores se duermen
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